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domingo

No sé los demás pero al recordar los domingos de mi infancia, un cierto malestar estomacal me recorre cual si fuera la secuela de un furioso agasajo nocturno.
Para mi los domingos no significaban otra cosa que el encierro. Era el peor día de la semana pues tría como cualidad especial el no poder mirar la calle de ninguna otra forma más q por la triste ventana enrejada de mi cuarto, so pena de maternal arrebato de agresividad. Viviendo en una quinta angosta mi ventana no daba mas q a la pared de enfrente, a dos metros de distancia. Siempre fui un niño obediente, por ende el simple imaginar que yo pudiera transgredir siquiera una de las órdenes dictadas en casa era ya causa de culpas intratables que mi mente iba tejiendo. Así que nunca salía en domingo. Fue una lucha que duró mis once años escolares. Supuestamente el domingo estaba consagrado a las tareas. Era, sin embargo, un día de constante deambular por la pequeña casa, juegos solitarios en los que la imaginación se encargaba de suplir al necesario compañero de juegos, horas de censurada televisión, música en cassettes y lectura de algún libro rebuscado de la pequeña biblioteca familiar. No recuerdo jamás haber usado ese tiempo precioso en hacer aquello para lo que había sido destinado: las tareas del colegio.
Los domingos además, estaban estrechamente conectados a los sublimes viernes por la tarde. Era la promesa de cadad domingo : "Si haces tus tareas el viernes, sales el domingo." Jamás fui capaz de comprobar si aquella promesa había sido hecha para realmente cumplirse.
Sin embargo, había un detalle que constituía quizás el elemento más entristecedor para mi en esos domingos escolares. El sonido de la calle. De una u otra forma, era posible para mi, fabricar dentro de las paredes de mi casa, un micromundo que medianamente satisficiera mis limitadas apetencias. Pero bastaba que alguien abriera la puerta de la calle por algunos segundos para salir o que alguna ventana estuviera mal cerrada para que en esos cortos segundos se colaran hasta mi los sonidos desde el barrio dominical. A veces simplemente los sonidos benditos se acercaban hasta mi ventana cerrada, violando su sonora protección.
Era entonces, cuando el malestar se instalaba en mi.
Era la terrible corrosion de la comparación. Oía esas voces reconocidas, en algarabía, disfrutando de aquellas horas de libertad, sin tener que pensar en el día siguiente, en las tareas que no estaban haciendo, en la probable revisión de cuadernos perpetrada por alguna profesora o mi propia progenitora. Ellos allá, yo acá. Desde mi pequeña cárcel deseaba por ese pequeño instante ser uno de ellos y participar de aquel fin de carnaval que me era negado cada siete días.
Hoy es domingo y tengo la ventana abierta de par en par defendiéndome de tanto calor nuevo. Afuera hay jolgorio, muchos afortunados indocumentados jugando en voz alta que nunca tendrán que escribir contra el día domingo porque para ellos es la culminación azul de una semana gris. En unas horas volverán a sus casas y recién entonces pensarán en mañana, en el lunes que siempre vuelve para arruinarlo todo. Pero aun así tendrán la esperanza de un nuevo domingo. Y yo, los seguiré oyendo y seguiré teniendo esa sensación de que los domingos son solo para dejarlos pasar en una carroza fúnebre, días muertos desde el sábado, enfermos desde el mismo lunes.

1 comment:

Anonymous said...

Te dire que antaño era la clasica educación de los padres, de tener a los hijos encerrados en casa.

Si no era reforzar las tareas y lo "aprendido" en el colegio en la semana, estaba las idas a la iglesia, previa ceremonia de vestimenta y peinado de niños de bien, adende de los famosos domingo familiares.

Quien como los chicos de ahora, que salen a la calle, apenas salen los primeros rayos de sol.

Quien como ellos.

Saludos,

Milagros