NO ME GUSTA LA POESIA

A pesar de no ser un lector tan voraz como desearía serlo, siempre he presumido de un gusto superior al promedio por la literatura. A pesar de esto, es necesario hacer una salvedad: no me gusta la poesía. No solo no me gusta, sino que la detesto. Es una cuestión prejuiciosa quizás pero hay sin embargo algunas motivaciones para ella.

No soporto por ejemplo los libros de poesía. Me hacen siempre sentir estafado. Lo presuntuoso de sus enormes hojas blancas con enormes letras que intentan vanamente disfrazar la falta de contenido, no consiguen engañarme. Se me dibujan todo el tiempo como apenas un puñado de hojas que correctamente editadas cabrían en un cancionero de 4 páginas. Son como la autocomplaciente cocina gourmet. Se vive en la farsa de estar creando trascendencia cuando en el fondo se sabe que la calidad de lo ofrecido no compensará la falta de cantidad. Entonces se apela al snobismo. ¿Qué sería de la poesía sin snobs? Y aquello lo saben muy bien los poetas.

A quien no le gusta(ría) pues decir: soy un poeta. Es romántico, es atractivo, provoca pena y solidaridad. Pero aquella frase no es más que el difraz del impostor, de aquel que se sabe incapaz de escribir real y cuantiosa trascendencia. De aquel que prefiere observar todo a la distancia sin decidirse a golpear, del que prefiere gritarle al viento antes de gritarle a la autoridad en el rostro. De quien se presume inteligente y ha encontrado en la poesía la perfecta manera de probárselo a sí mismo.

Dame prosa. Llena la página de símbolos y comunícame algo que me pueda aplastar, no me lances una pluma que seguramente pasará inadvertida. Anda al grano, no lo pintes de colores. Sé Bilardo y no Menotti. Sírveme un contundente plato de carapulcra y no una pizca de cualquier cosa novoandina. Déjame sordo con un concierto y no indiferente con un recital...

no sé tú, pero yo sospecho que la poesía, en realidad, no existe...