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nido

Un día que ya no recuerdo fui a mis primeras clases. Por muchos meses asistí a un salón amarillo. Usé un mandil gris y mi nombre estaba bordado en rojo a la altura de mi corazón.

Frente a nosotros estaba la señorita Patty. Blanquísima, altísima, sus ojos verdes eran reales y acogedores. Llenábamos por ella interminables hojas de círculos inútiles y se esmeró en que supiéramos que la costa era amarilla, la sierra marrón y la selva verde (como sus ojos).

En sus descuidos, escapábamos al patio, espíritus aun sin domesticar.
Mi equipamiento de estudio incluía aparte del ya mencionado mandil gris, una pequeña lonchera celeste, diferente a las que los demás llevaban. Pronto apareció alguien con una lonchera similar a la mía, así que nos hicimos amigos. Un día cogió paperas y no lo volví a ver. Otro día apareció Peter, un niño sin lonchera. Quiso mi lonchera repetidas veces. La última de esas veces mi puño encontró su nariz. Salió sangre y tuve miedo. Miedo.
Sucedió otro día que una señora llegó con una bandeja antes del recreo y nos dio leche en tazas de plástico. Lo hizo al día siguiente también y al posterior lo mismo. Ya nunca más dejó de hacerlo. Tuve mala suerte pues sus brebajes no eran de mi gusto. Tuve buena suerte pues mis compañeros siempre estaban ávidos de más brebaje.
Es curioso pero lo que más recuerdo de aquel tiempo eran las cuatro cuadras que compartía con quien estuviera a mi cargo. A veces, alguno de mis hermanos, otras, alguno de mis padres, mi abuela, mis primos, quien estuviera disponible. Conversábamos, preguntaba, había respuestas, me llevaban de la mano.
Una niña iba siempre con minifalda y con medias blancas hasta debajo de la rodilla. No recuerdo su cara tanto como ese detalle. Me enamoré de ella. Decidí entonces que la mejor manera de causar el mismo efecto en ella era impresionarla. En la televisión bailaban break dance y era espectacular. Cada recreo fue una oportunidad de mostrarle mi dominio del baile de moda.
Anduve también enamorado de la hija de la directora. Tenía ojos verdes igual que la señorita Patty. Se llamaba Anabely y le confié esta secreta pasión a mi hermana adolescente. Ella me convenció en mi inocencia de que Anabely era su amiga y que de vez en cuando iba de visita a su casa a jugar con ella. Le rogué que un día me llevara también.
Un día fueron acribillados dos delincuentes en la puerta de nuestro nido justo a la hora de salida. No nos dejaron salir por un buen rato. La señorita Patty nos hizo rezar por el alma de los delincuentes. Yo no entendía como alguien podía desearles el bien a los delincuentes. Mi hermano fue el encargado de recogerme esa tarde y al salir, vi el enorme charco de sangre que se había formado desde la cabeza de uno de ellos.
Aparte del salón amarillo, había un salón celeste, uno verde y otro rosado.
El día de la clausura de mi primer año en ese lugar mi vieja hizo la torta en forma de libro.
El día de la clausura de mi segundo año dos niñas bailaron el alcatraz.
Hoy en día, el lugar donde estaba mi jardín es un taller mecánico.

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